Cinco menos cinco ¿Serían esos cinco disparos que escuchó Nestor aquella noche en que la luna escondida por su tragedia desprendía un color rojizo?
Mirando los rieles del camino después de aquella parada, una tonada en su cabeza, no lograba condensarse, esa tonada que reconocía a distancia y que era la forma de reconocer a Pablo, ahora era simplemente un vago recuerdo. Sumergido en su deseo musical, Nestor recordó esa triste noche.
Al paso de los días, la situación en el pueblo se fue calmando. Mariano estaba pendiente de Dolores y de su hija Valeria. Manuel no dejaba a Nestor ni un minuto solo, porque Milquiades y su madre no dejaban de hacerle preguntas sobre la “estupidez” que había hecho. Nestor ignorándolos solo leía en la biblioteca aquellos regalos que Manuel había llevado en su largo viaje, libros que enseñaban sobre la poesía, la prosa, las canciones.
Manuel quería compartir esto con Nestor, era al menos lo mínimo después de años de distancia. Para Nestor, una palabra no encerraba el amor, pero permitia iniciar una danza de emociones, que bien, unidas a la música, hacían todo perfecto. Manuel, sin conocer ese argumento, le había regalado más de lo que podía dar.
Una tarde, a escondidas de su madre, lo llevó a las afueras del pueblo, a un paraje que bien conocía Nestor, la orilla del río. -Dime ¿Qué piensas cuando estás acá?- preguntó Manuel tirando una piedra al fondo del cristalino río que reflejaba el sol ocultándose perezosamente. Nestor, apropiándose del momento y trasladándose en el tiempo, dijo – Siento el aroma de la piel perfecta mezclandose con la limpieza de un alma contrita y pura, sumergiéndose en la neutralidad del silencio- sonrió pero de pronto su sonrisa fue una mueca al escuchar a pregunta repentina de su hermano mayor -Nestor ¿Dónde está Pablo?-.
Nestor evitando la mirada, respondió –Nuestra madre lo echó de la casa.- Manuel recostándose en el piso mirando una nube pasar, respondió después de un largo silencio. –Eso fue lo mejor para él, tenía que crecer, que vivir. Lo que no has hecho- -Vamos, es tarde y no quiero una cantaleta del imbecil de Milquiades-
Los gritos de las empleadas, de Milquiades separando a su madre del cuerpo de Pablo, de Manuel desesperado pidiendo un médico, no eran nada comparados con la impavidad de Nestor. Acercándose al inerte cuerpo de Pablo, vió la nota que aun marcaba en sus dedos izquierdos- sol menor - y un papel que tenía en sus manos, un trozo de libro de Cuentos Cortos que Manuel había llevado. Maribel Pumarejo Olivella no podía menos que describir el horror del momento. “Y ahora, mi sombra me ha creído su sombra”.